Desde hace décadas muchos grupos de investigación en todo el mundo trabajan en soluciones novedosas al calentamiento global. Desde fertilizar los océanos con hierro, modificar las nubes para que reflejen más luz solar al espacio o desarrollar árboles artificiales. Ideas que en la mayoría de los casos no han pasado de proyectos y de algunas páginas en revistas científicas. El objetivo principal en la lucha contra el calentamiento global era, y sigue siendo, estabilizar la concentración de dióxido de carbono (CO2) en la atmósfera reduciendo las emisiones de gases de efecto invernadero, esto es, las llamadas acciones de mitigación que conduzcan a bajar «los humos» al planeta.
Sin embargo, en los últimos años las voces a favor de la llamada geoingeniería vuelven a oírse con fuerza, toda vez que el consenso científico apunta a que no nos podemos permitir que la temperatura media del planeta suba más de 2 grados centígrados sobre los niveles preindustriales. En los últimos cien años los termómetros ya señalan una temperatura media 0,7 grados superior a dichos niveles. Y el calentamiento continúa. Así, el año 2009 terminó como el quinto más cálido desde que comenzaron los registros meteorológicos fiables en 1850, sólo por detrás de 2005, 1998, 2007 y 2006, según los datos de la Organización Meteorológica Mundial (OMM). Por tanto, la tendencia de calentamiento es clara y parece que nos acercamos rápidamente a un punto crítico en la cuestión del cambio climático.
Y el fracaso estrepitoso de la Cumbre del Cambio Climático en Copenhague, donde las propuestas de reducción de emisiones por parte de los mayores emisores del mundo no tienen carácter vinculante, no han hecho más que acuciar un debate que hasta hace bien poco quedaba al margen de la «hoja de ruta» para luchar contra el calentamiento global.
¿Es la geoingeniería una solución definitiva al calentamiento global o un salvoconducto hasta que se generalice la llamada economía baja en carbono? El pasado mes de agosto, en un detallado estudio del Instituto de Ingenieros Mecánicos del Reino Unido, se aseguraba que la geoingeniería no es una solución global al calentamiento, no es una «panacea», pero podría ser otro de los componentes potenciales en el enfoque del cambio climático, que podría proporcionar al mundo tiempo extra para descarbonizar la economía mundial.
Unas décadas de plazo
Según Tim Fox, uno de los autores del estudio, el planeta sólo dispone de unas décadas para reducir los gases de efecto invernadero, y en ese tiempo no será posible que se produzcan cambios radicales en la economía global, en nuestro comportamiento y en las fuentes de energía y el uso que de ellas hacemos. Mientras tanto, la solución estaría en la geoingeniería, o lo que es lo mismo, que el hombre intervenga a gran escala en el sistema climático de la Tierra. Y esto puede hacerse de dos formas: retirando los gases de efecto invernadero (principalmente CO2) de la atmósfera o reduciendo la cantidad de radiación solar que el sistema climático absorbe.
Las técnicas para intentar lograr estos objetivos son muchas y variadas. Muchas de ellas serán discutidas el próximo mes en California en un congreso que reunirá a investigadores de todo el mundo. Mike MacCracken, investigador del Instituto del Clima en Washington, y quien ha diseñado el programa científico de esta conferencia explica que ha llegado el momento de discutir sobre estas técnicas. En declaraciones a The Guardian afirma que hasta ahora «la mayor parte de la discusión acerca de la geoingeniería se centra en que se debe esperar a que lleguemos a una situación de emergencia. Aunque, bueno, la gente del Ártico puede decir que ya está en una situación de emergencia», afirma.
Algunas de las técnicas planteadas hasta el momento sólo requieren aplicar la física y la química para manipular el clima. Así, se propone el uso de aerosoles estratosféricos, compuestos de azufre brillante que pulverizados en la parte alta de la atmósfera ayudarían a reflejar la luz solar. Sus defensores destacan que es una técnica barata y fácil; sus detractores afirman que tendría efectos secundarios en el régimen de lluvias de todo el planeta.
La misma interferencia en los patrones de lluvia, y también de viento, podría producirse en el caso del llamado blanqueamiento de nubes. Esta técnica, cuya ventaja principal radica en que puede desactivarse a voluntad, requeriría de una flota de buques por todos los océanos que se dedicarían a pulverizar un «spray» compuesto de agua de mar. La evaporación provocaría la formación de brillantes cristales de sal, que reflejarían la luz solar de vuelta al espacio.
Hay otras opciones que requieren algo de imaginación y de visión futurista. Es el caso de la propuesta de poner en órbita en el espacio una especie de sombrilla gigante para bloquear la luz solar. Esta idea tendría más posibilidades si se hace con miles de millones de pequeños espejos, si bien es muy costosa e impracticable con la tecnología actual.
Técnicas de bloqueo solar
Son todas técnicas que se refieren al enfriamiento de la Tierra esquivando el reflejo solar. El año pasado, un influyente informe de la Royal Society concluyó que la geoingeniería de métodos que bloquean el sol «puede proporcionar una solución potencialmente útil de respaldo a la mitigación a corto plazo si lo que se necesita es una reducción rápida de la temperatura global en un momento dado».
En este sentido, pero dirigida a conseguir un efecto más local, se ha lanzado muchas veces la idea de que los tejados se pinten de blanco para contrarrestar el efecto de «isla de calor» de las ciudades. Está demostrado que las ciudades con altas concentraciones de tráfico tienen hasta 4 grados centígrados más de temperatura que los suburbios o núcleos del extrarradio, lo que conlleva un mayor uso del aire acondicionado. Los expertos calculan que estos tejados reflectantes pueden reducir el consumo energético de un edificio hasta un 60 por ciento.
Por su parte, Nem Vaughan, de la universidad de East Anglia (Inglaterra) y uno de los autores del estudio del Instituto de Ingenieros Mecánicos del Reino Unido, asegura que todas las técnicas que se refieren al enfriamiento de la Tierra esquivando el reflejo solar «sólo consiguen enmascarar el problema». Por eso, desde este centro abogan por las técnicas que pretenden eliminar el carbono de la atmósfera y almacenarlo.
«Sumideros» de carbono
Además de las tecnologías ya en prueba de captura y almacenamiento de carbono en yacimientos agotados, hay sobre la mesa otras ideas que pretenden imitar lo que la naturaleza hace por sí misma. El Instituto de Ingenieros Mecánicos del Reino Unido propone adherir a la fachada de los edificios tubos llenos de algas, que se encargarían de absorber el CO2, y luego esta biomasa puede convertirse en carbón vegetal y enterrarse.
Otra de las opciones que lleva tiempo discutiéndose, con ensayos que han resultado muy polémicos, es la fertilización oceánica. Se trata de verter hierro en el mar para favorecer el crecimiento del plancton, que «atrapa» el dióxido de carbono de la atmósfera. No obstante, plantea complicaciones para hacerlo a gran escala, por lo que en los últimos tiempos esta idea pierde adeptos.
El investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) Carlos Duarte explica a ABC Natural que estas técnicas «son interesantes desde el punto de vista científico, pero no son ni operativas ni fiables, además de que hoy por hoy estamos a tiempo de ejercer otras opciones».
En este sentido, los océanos y los ecosistemas marinos son un potente «sumidero» de CO2. Hace pocos meses un informe de la ONU sobre la capacidad de absorción de los ecosistemas encargado a un grupo de científicos, entre ellos el propio Duarte, aseguraba que basta con preservar las praderas submarinas, marismas y bosques de manglar para conseguir un efecto equivalente a un 10 por ciento de la reducción de CO2 necesaria para mantener la concentración de este gas en la atmósfera por debajo de las 450 partes por millón, límite considerado como máximo para que la temperatura no aumente más de 2 grados.
Y es que los ecosistemas marinos como manglares, praderas submarinas o marismas, pese a ser menores en superficie que los bosques tropicales del planeta, tienen un poder entre 3 y 10 veces superior de capturar y almacenar CO2 de la atmósfera. Como dice Duarte, «lo tenemos delante de nuestras narices, así que sólo hace falta conservarlo». Estos ecosistemas están desapareciendo a un ritmo siete veces mayor que hace 50 años, liberando por tanto el CO2 absorbido hasta el momento. Se calcula que cada año se pierde entre el 2 y el 7% de estos sumideros naturales.
Bosques en el desierto
Los otros sumideros de CO2 están en tierra, son los bosques, que día a día van perdiendo presencia como consecuencia de la conversión en tierras de cultivo y de los incendios forestales. Ante este retroceso vegetal, algunos investigadores proponen «plantar» árboles artificiales. Según cálculos del Instituto de Ingenieros Mecánicos del Reino Unido, un «bosque» de 100.000 árboles artificiales podría contribuir a reducir las emisiones de dióxido de carbono en diez o quince años.
La propiedad de estos árboles consiste en un filtro que captura el CO2 de la atmósfera, que luego se adhiere a un material absorbente y se almacena bajo tierra de la misma forma que ya se está haciendo con la captura de gases directamente de las plantas de producción.
Según el investigador y catedrático de la Universidad de Columbia, Wallace Broecker, padre del término calentamiento global y que en los últimos años respalda investigaciones encaminadas a la captura a gran escala de CO2, esta técnica «no es más cara, porque el coste no está en capturar sino en extraer y recuperar el CO2 de allí donde lo hemos logrado atrapar. Las plantas de producción suelen estar cerca de las ciudades, por lo que el CO2 luego debería ser conducido al lugar donde lo vamos a enterrar. Si lo extraes directamente de la atmósfera, lo puedes hacer justo donde lo vas a almacenar. Por eso creo que lo mejor sería colocar estos dispositivos que imitan a los árboles en zonas desérticas».
Tanta modificación del paisaje y tanta interferencia en el sistema climático siguen encontrando muchas reticencias en buena parte de la comunidad científica. Recientemente un informe de la Sociedad Sueca para la Conservación de la Naturaleza afirmaba que la geoingeniería es «un acto de geopiratería», advirtiendo que «el mundo se enfrenta al riesgo de elegir soluciones que pueden convertirse en nuevos problemas globales»; esto es, peor el remedio que la enfermedad.
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